En los rincones más alternativos de LA se encuentra el refugio para quienes aun son fanáticos del PINBALL.

Documentary Pilot – Portrait of Molly Atkinson’s pinball arcade Pins and Needles.
shot 9/02/11
director/dp/editor
Homer Gaijin
Producer
Zoey Bower

Bienvenidos a Pins and Needles, donde el tiempo no se mide en horas sino en tiltazos, multibolas y gritos de frustración. En este laboratorio anárquico de la nostalgia electromecánica, cada martes por la noche se convierte en una especie de misa ruidosa para fieles del pinball, en un templo clandestino que no tiene nada de arcade comercial y todo de santuario personal. Su sacerdotisa: Molly Atkinson, 32 años, con un tatuaje de los Dodgers detrás de la oreja y la actitud de quien podría hacerte un vestido de gala mientras te humilla en una partida de “Attack From Mars”.

¿Te imaginas entrar a lo que parece una bodega perdida de Blade Runner, iluminada con foquitos navideños, y que de pronto escuches gritos, explosiones, música rock y el retumbar metálico de botones golpeados con furia infantil? Pues eso es solo el calentamiento. Porque Pins and Needles no es un bar, no es un arcade, y no es un club exclusivo. Es el equivalente millennial de ir a jugar canasta a casa de una tía loquilla, pero con 32 máquinas de pinball en perfecto estado. Y si no te gustan las reglas de la señora, ya sabes dónde está la puerta.

La alquimista del acero cromado y el flipper resucitado

Atkinson, originaria del condado de Somerset en Pennsylvania, creció deseando tocar una máquina de pinball como si fuera el Santo Grial. En su infancia, ver a los adultos jugar y reírle al destino mientras la bola rebotaba como posesa por el tablero fue una revelación. Décadas después, esa fijación infantil la convirtió en una especie de mecánica de lo vintage, una restauradora de arte pop electromecánico.

Compró su primera máquina hace ocho años: un “Flash Gordon” de Bally que seguramente tiene más personalidad que muchos influencers con anillo de luz. Poco después, su departamento en Echo Park se convirtió en un mausoleo de muebles desplazados por fierros gloriosos. Dejó su trabajo como estilista de realities (lo cual ya es digno de un documental) y decidió que su nueva misión en la vida sería fundar su propio culto: un club de pinball con reglas, torneos y comunidad.

Liga de flippers y herejes

Los martes son de liga. No importa si eres un pothead reformado, un nominado al Oscar, un papá con su hijo o un músico con la barba más hipster de California: aquí todos compiten en tres divisiones organizadas por habilidad. El sistema es sencillo, la pasión es real, y si tratas mal a una máquina, hay consecuencias. El respeto por estas reliquias es sagrado: nadie quiere jugar en una máquina rota por un borracho más. Aquí se honran, se cuidan, se pulen, se calibran.

Uno de los regulares, Dave “Mustang” Lang, lo dice claro: “Las máquinas en bares normales están hechas mierda. Aquí es como el cielo del pinball”. ¿Exageración? Tal vez. Pero al ver cómo brillan las luces mientras el soundtrack parece sacado de un videojuego de culto, es fácil entender por qué lo dice.

Keith Elwin, el novio-boss del multiball

¿Y qué sería de una reina sin su rey? Pues resulta que Molly también comparte flippers con Keith Elwin, nada menos que el jugador número uno del mundo. Elwin no solo le mete duro a las competiciones globales, también es técnico de máquinas, y en esta relación parece haber más tornillos que cenas románticas. Co-dueños de varias piezas, Keith y Molly son como la Sonny & Cher del pinball, pero sin el final trágico (esperemos).

¿Y por qué Los Ángeles?

Porque Molly se hartó de ver cómo otras ciudades como Portland, Pittsburgh o Seattle se llevaban toda la gloria. “¿Y por qué L.A. no iba a tener su comunidad de pinball?” —pregunta con esa mezcla de indignación y visión que tienen los genios medio locos. Y sí, tiene razón. En una ciudad donde todo parece una fachada, Pins and Needles es real. Es DIY. Es pasión pura y ruidosa.

Y por si te lo estás preguntando: no, no necesitas ser un pro. Solo necesitas tener ganas, unos cuantos cuartos y la disposición de perder dignamente mientras una bola cromada se burla de ti con cada rebote.