Cuando llegas a cierta edad media (y lo digo literalmente, porque es cuando comienzas a cuestionarte el porqué del oscurantismo de tus propias ideas) también te preguntas por qué tienes esos gustos tan particulares y de dónde provienen tus obsesiones. En mi caso, tengo una fijación por ver cierto tipo de películas donde hay un patrón muy marcado: el héroe es un bastardo que, por alguna extraña razón, tiene la oportunidad de hacer algo bueno solo porque sí, atrapado en un dilema de segundas oportunidades y redención.
Uno sabe por qué le gusta mezclar un porrito con las cervezas quemadas por el sol para ponerse hasta la madre los fines de semana —porque en la dorada pubertad, sus primos le enseñaron a beberla así—, pero en el cine, ¿cómo llegamos a nuestros gustos y placeres culposos? ¿Dónde está ese dealer que nos vende ese gustito que tanto disfrutamos? En mi caso, apareció quizás muy tarde o quizás justo a tiempo, en la figura de una profe: la profesora de la oscura materia de Apreciación Cinematográfica, Doly Mallet.
Y ahora que yo soy quien, dos veces por semana, se para frente a un grupo para tratar de meterles ideas en sus cabecitas de hurón engreído, creo que es buena idea rendirle un pequeño tributo de celuloide y palomitas.
Doly Mallet no es solo una profesora; es una guía hacia la comprensión profunda y divertida del cine. Fue en las aulas de la Universidad Anáhuac donde me mostró que el cine no solo se ve, se interpreta. Ella me empujó a salir de mis zonas de confort, a dejar de ver solo lo que ya me gustaba, y gracias a ese empujón encontré una nueva obsesión: los westerns.
Lo que para mí era un género de vaqueros, pistolas y abuelitos que veían Canal 4 los domingos, se reveló como una reflexión brutal sobre la condición humana.
Con Doly aprendí que Sergio Leone no filmaba para contar historias de buenos contra malos, sino para hablar de la soledad, la violencia y la redención. Que The Good, the Bad and the Ugly era un tratado sobre la avaricia humana y no solo un spaghetti western de tiros y miradas largas. Y que Clint Eastwood, en Unforgiven, nos enseñó que hasta el pistolero más duro termina llorando a escondidas.
Doly no solo me hizo amar los westerns; me hizo respetarlos. Me hizo entender que detrás de cada duelo al atardecer había una crítica al poder, a la frontera, a la masculinidad rota de los antihéroes. Y, sobre todo, me hizo descubrir que el desierto es el mejor escenario para hablar del vacío existencial.
Doly es autora de varios libros que se venden solos. Escribe desde el feminismo necesario —no el de moda para llenar timelines— hasta la visión de una vida basada en lo que realmente queremos, no en lo que nos dicen que deberíamos querer.
Doly es más maestra de lo que ella misma se digna a aceptar. Y lo más inspirador de su carrera no está solo en sus artículos publicados en revistas como GQ y otros engendros de la Conde Nast, o en sus entrevistas en alfombras rojas. Está en su sencillez y en su buena onda. Ser una mujer que puede decir sin rodeos: «Tengo un talento para escribir y contar cosas, me gusta un chingo el cine y hago lo que se me da la gana». Punto final. Esa es una enseñanza que ni Uma Thurman aprendiendo el golpe de los cinco puntos podría representar mejor.
Hoy en día, Doly sigue compartiendo su pasión por el cine en Cinellamada, un proyecto donde analiza películas junto al crítico y autor Silvestre López Portillo, uno de los pocos que han tenido los suficientes argumentos (y agallas) para decirme en la cara: “Cállese, chamaco pendejo”, cuando me ponía a discutir incoherencias sobre cine arte y otras mamadas propias del ego de, justo, un chamaquito pendejo que no sabía nada de nada.
La dinámica entre Doly y Silvestre es tan natural y entretenida como la conversación de dos amigos después de salir del cine. Además, puedes seguir su trabajo en TikTok (@dolymallet @diariodedoly y @cinellamada ), donde sigue inspirando con su manera única de ver el cine.
Si quieres aprender a desmenuzar películas y encontrar significados inesperados entre líneas, échale un ojo a su contenido.
