¿Es acaso nuestra existencia un capitulo repetido de la dimensión  desconocida?

La Dimensión Desconocida: El Show que Marcó a los Chocos Noventeros y Nos Dejó Traumas que Agradecemos

Si creciste en los 90s, sabes que había pocas cosas que podían detenerte de hacer tus travesuras chocos. Pero había algo que, cada noche, lograba que apagáramos las luces, nos sentáramos frente a la tele y entráramos a un mundo donde la realidad era más elástica que el chicle que masticábamos: La Dimensión Desconocida (o The Twilight Zone, para los que ya se sentían bilingües).

¿Quién no recuerda esa inquietante intro en blanco y negro? Las espirales, los relojes, y esa voz de Rod Serling que parecía venir de un lugar donde las pesadillas se hacen realidad. Ese show tenía algo que ni las caricaturas ni las películas de terror noventeras podían ofrecer: te metía en la cabeza con historias que no necesitaban litros de sangre ni efectos especiales exagerados para dejarte perturbado por días. Y, aunque quizá no queríamos admitirlo en su momento, nos encantaba.

Porque, seamos honestos, crecer en los 90s era raro. Estábamos justo en la transición entre la vida «analógica» y la digital, entre los VHS y los discos piratas de PlayStation. El futuro nos emocionaba y nos aterraba al mismo tiempo. En ese contexto, La Dimensión Desconocida fue como el espejo distorsionado que nos mostró que la realidad no era tan segura como pensábamos, que cualquier cosa —desde un avión de juguete hasta un simple reloj de bolsillo— podía llevarte a un universo donde las reglas del mundo no aplicaban.

Para los chocos de los 90s, cada episodio era como un reto a nuestra mente infantil. ¿Quién puede olvidar ese capítulo del niño que controlaba una ciudad con su imaginación, o el del tipo que solo quería leer libros en paz, pero se le rompen los lentes? Si eras de los que se quedaban hasta tarde viendo esos episodios en Canal 5 (o en un VHS mal grabado), sabes que no eran solo cuentos de terror. Eran advertencias sobre lo frágil que es la realidad, una bofetada a la seguridad de la niñez.

Y ahí estábamos nosotros, sin saberlo, recibiendo lecciones existenciales mientras comíamos Churrumais. Cada episodio de La Dimensión Desconocida nos mostraba que el mundo no era como lo pintaban en los cuentos de hadas. Nos enseñó que, detrás de la normalidad cotidiana, siempre había una posibilidad de que algo se torciera de la manera más extraña. Fue el primer show que nos hizo pensar, «¿Y si…?».

Pero, por más perturbador que fuera, también fue algo que marcó nuestra imaginación. Nos hizo cuestionarnos todo, desde las figuras de acción hasta los monstruos bajo la cama. Porque La Dimensión Desconocida no era solo un programa de televisión; era un portal a una realidad alternativa donde lo imposible se volvía posible. Y para los chocos noventeros, que vivíamos a mitad de la revolución tecnológica, ese mensaje encajaba perfectamente.

Al final, La Dimensión Desconocida nos dejó una herencia que, a pesar de los traumas televisivos, agradecemos. Nos enseñó que el miedo no siempre viene de lo que puedes ver, sino de lo que no entiendes. Nos convirtió en los escépticos que somos hoy, incapaces de ver una puerta cerrada sin preguntarnos si, al otro lado, habrá una dimensión paralela esperando para devorarnos.

Así que, gracias, Dimensión Desconocida, por convertir nuestras noches en un juego mental y dejarnos con más preguntas que respuestas. Y, sobre todo, por hacernos los raritos que somos hoy en día.