Interstella 5555 y la patética gloria de llorar por Daft Punk a los 40

Totalmente al revés de lo que esperaba, ver Interstella 5555 no me llenó de beats ni de luces neón nostálgicas. Me dejó en la lona. Me sentí triste. Triste como el cajón de los cables viejos; triste como ver un iPod clásico y saber que ya no encaja en ningún lado. Triste como darte cuenta de que estás emocionado por ir a ver música de hace casi 30 años, como si fueras tu tío poniendo Soda Stereo en las carnes asadas.

Y es que hay una melancolía corrosiva en saber que Daft Punk no volverá jamás. Y probablemente sea lo mejor. Porque envejecer frente a los ojos del mundo no es para todos. Es mejor apagarse con estilo que pudrirse lentamente, como una banda que insiste en sacar discos aunque ya nadie los quiera escuchar.

Pero lo que más duele —y aquí viene la verdadera patada emocional— es recordar al yo que descubrió a Daft Punk en tiempo real. Al morro ingenuo y lleno de energía que creía que todo era posible, que soñaba con hacer arte, con ser alguien, con cambiar el mundo con un sintetizador mental y algo de estilo. A ese yo de hace 20 años seguramente le daría asco en lo que me convertí.

¿Y sabes qué?
Tengo noticias para ti, niño estúpido: tú me das mucho más asco. Porque al menos yo sobreviví hasta aquí, con cicatrices, sí, pero de pie.
Tú, ¿dónde estás, muchacho ridículo? ¿Desintegrado en las sobras de sueños que nunca se cumplieron?

Y seguimos. Seguimos viviendo a base de nostalgia, masticando la carroña de un pasado que ya no existe, usando el plural incluyente para no sentirnos tan solos. Porque decir “seguimos” suena menos trágico que aceptar que el que no puede avanzar soy yo. El que no supo qué hacer después del track final de Discovery. El que se quedó en loop emocional.

En fin.

Pero no podemos terminar este artículo sin reconocer algo: Daft Punk no solo fue una banda. Fueron un manifiesto cultural. Dos robots franceses que reinventaron la música electrónica cuando todos estaban ocupados bailando eurotrash. Crearon un universo visual y sonoro donde el anonimato era el nuevo ego, donde la estética retrofuturista se convirtió en dogma, y donde cada beat tenía la precisión de un reloj suizo con alma.

Homework fue el mapa. Discovery, la epopeya. Random Access Memories, el epitafio de oro. Su legado se siente en cada DJ que quiere ser artista y no solo selector de pistas, en cada pop star que entiende que el concepto es tan importante como la canción, en cada niño que encuentra a Daft Punk en un meme y se mete por ese túnel hasta terminar llorando viendo Interstella 5555 a las tres de la mañana.

Daft Punk se fue. Pero nosotros seguimos aquí, bailando sobre sus ruinas, deseando que una nueva revolución tenga al menos la mitad de su clase.