Literalmente, y no lo digo por mamada, en una de mis muchas vidas pasadas, cuando aún era un chamaquito pendejo de la Anáhuac queriendo dármelas de cineasta, fui, por azares del destino y de mis malas decisiones en la vida, invitado a una cancelación de sello postal conmemorativa del más grande ídolo de la lucha libre mexicana: el enmascarado de plata, el único y maravilloso Santo.
Para los que no saben, la cancelación de sello es cuando lanzan una serie de colección con algún tema interesante y harto mamador, lo suficientemente mamador como para reunir a un montón de vividores que quieren figurar en la farándula cultural. El propio Hijo del Santo estaba ahí, dando fe y legalidad de que los sellos postales fueran la viva imagen de su santísimo padre, el Santo, con su figura robusta de luchador que lo mismo le rompe el hocico a los hombres lobo a golpes, que a las mujeres vampiro a puros besos, no sin la ayuda de su compa, el Demonio Azul.
Al evento se congregaba la espuma de Coca-Cola Light del jet set cultural y, entre ellos, además de pintores y escultores, estaba el incomprendido Sebastián (que Dios guarde su obra tan arquitectónicamente emocional) y muchos más de esa fauna variopinta de gentes rancias, llenas de cosas que contar y deudas con el SAT. Yo aún era muy joven para entender lo que ahora, de viejo, valoraría: la oportunidad de acercarme a la mujer más exóticamente seductora del cine nacional. Yolanda Montes, mejor conocida como «Tongolele». Sexy baby. Diosa madre de los bailes seductores que nos llevan a soñar con que las féminas amazónicas nos maten con puro snus-nus.
La señorísima iba enfundada en un vestido que, a pesar de sus 75 años, aún delineaba una arrebatadora figura, la de una dama que, en otro momento, fue el deseo horizontal encarnado en sus bailes (generalmente en vertical). Una figura tan endemoniadamente sensual que ya la envidiaba en ese entonces mi fémina acompañante de veintitantos y el séquito de amiguitas fresas también de esa universidad para whitexicans que era la nuestra, quienes se morían de celos ante la diosa selvática del cine nacional.
Mientras todos se volcaban en atenciones al heredero de la máscara de plata, yo, como escuincle imprudente y movido por el fanatismo de quien es un simple naco recién ascendido a primera clase que hace lo que se le ocurre por pasarla bien, intenté en mi locura juvenil acercarme a la diosa. No solo quería una foto, sino arrimarle mi anatomía y, literal, toquetear en la medida de lo elegantemente posible a esa dama que la mitad de México deseaba… y la otra mitad también, pero con más ganas, y descubrir si era real en vivo ya a todo color o solo un espejismo en un desierto blanco y negro.
Importante es anotar que en ese entonces no teníamos celulares con cámaras decentes, así que le pedí a mi acompañante que, con mi primera cámara semi profesional comprada ese mismo mes, me tomara una foto mientras yo le pedía el detalle a la musa de las danzas prohibidas.
—Señora Yolanda, ¿me permitiría usted tomarme una foto con usted? —(¡Qué cortés! ¡Qué bien portado! ¡Qué finas maneras de colegio británico! Mi madre hubiese estado orgullosa).
—Claro que sí, joven.
Me acerqué tímidamente y ahí sucedió la tragedia: mi cuerpo se vio arrastrado por un magnetismo casi animal, quizá de tan solo oler las feromonas de aquel ser bestialmente sexy y cautivador. Por una fuerza gravitacional incomprensible, mi cuerpo torpemente se enredó con mis propios pies y, de pronto, estaba yo totalmente pegado a la señora, como si quisiera fundirme a ella. Sin darme cuenta, la estaba abrazando de la cintura con el deseo concupiscente de quien quiere bajar la mano para profanar el templo de la voluptuosidad, o, para decirlo en cristiano, de quien se quiere pasar de lanza y tocarle una nalga a Tongolele.
Me encantaría tener el descaro y la villanía de decir que yo sí quería agarrarle una nalga, pero era todo un accidente por mi falta de coordinación y nerviosismo de muchachito baboso. No quería tirar a la dama, así que debía agarrarme de lo que pudiera para no arrollarla con mi cuerpo de búfalo.
—Señora, discúlpeme, yo quería…
Ella apenas y sonrió, divertida ante lo que interpretó como un avance de seductor de primaria que aún no sabe el madrazo que le espera. Mi perversa mano descendía en picada rápidamente en medio del abrazo de fanático de concierto en pleno slam, acercándose al glúteo máximo de la bailarina cuando, de pronto, ella, rápida, sagaz y arrebatadora, con sus ojos verdes de pantera, me agarró la mano, volteó a verme directo a los ojos, como felino en medio de la selva a punto de chingarse de un zarpazo a una cría de cerdito salvaje, y me dijo:
—Joven, no quiera tocar como niño lo que se agarra como hombre.
Después de esa sentencia de rayo exterminador disparada con sus ojos de esmeralda, la diosa tomó fuertemente mi mano y la guió en un paseo que nunca saldrá de la memoria pornográfica de mis momentos épicos. Tocando, muy discretamente, elegante y apoteósicamente, el curvilíneo cuerpo de la señora, con una muestra de paciencia maternal y aleccionadora, hasta terminar colocándola en su cadera y recorriendo su otra mano por mi espalda, causándome un escalofrío que ni en mis más intensas y orgásmicas aventuras se pudo repetir en los casi veinte años que han seguido a esa experiencia. Para finalizar, me inmovilizó y detuvo mi torpe caída como una pantera que sujeta a sus cachorros por el pescuezo.
Nos tomamos la foto.
—Gracias, señora, y perdón por…
—Ándele, no se ponga nervioso, que yo si le doy una nalgada.
Le dio risa mi color rojo y me plantó un besote que ni se veía en mis cachetes de cerdito en carnitas y se aparto de mi dándome ella a mi una nalgada como la de una diosa madre que regresa a sus hijos a la tierra después del viaje astral.
Hoy, la señora desaparece en la danza del universo, y yo siempre le estaré agradecido de haberme dado una anécdota muy divertida de contar y fantástica de haber vivido.
Gracias por haber existido, señora, y por habernos dado algo con qué fantasear en este mundo tan cruel.
Por: EL HURÓN