Hay lugares que no eran lugares, sino dimensiones. Portales de ruido, sudor, vodka corriente y riffs que te hacían sentir vivo aunque tu hígado rogara clemencia. El Bulldog Café no era un antro: era un hoyo negro donde entrabas adolescente punk de secundaria y salías cuarentón divorciado, sin darte cuenta. Era la Meca del rock mexicano, el último bastión donde podías fingir que entendías inglés coreando Metallica con chela en mano, mientras se te subía el moradito (vodka con jugo de uva) directo al cerebro.

UN TEMPLO DE PIEDRA, CERVEZA Y SLAM
Ubicado primero en Sullivan y después en Mixcoac, el Bull fue ese lugar donde no importaba tu clase social, tus traumas infantiles o tus gustos musicales reales: si podías sobrevivir el baño de orines y la barra libre de alcohol etílico con saborizante, eras uno de los nuestros. Por sus escenarios desfilaron los mismísimos Radiohead, Molotov, Café Tacuba, Ely Guerra, Fobia, La Lupita, La Castañeda, Zoé, Kinky, Plastilina Mosh… la lista era tan larga como la fila para entrar un sábado a las 11 pm.
Y sí, para entrar al Bulldog había que formarse como vil mortal, aunque adentro te sintieras semidiós. Eras un héroe si lograbas salir con vida después de bailar slam con “Chop Suey!” de System of a Down y no acabar con fractura expuesta de tibia.
SU GLORIA Y SU DECAY
El Bulldog nació en 1992, cuando un tal Rafael Villafañe decidió traer a la Ciudad de México lo que había aprendido al crear el Baby’O de Acapulco: música, alcohol y un lugar donde la gente fingiera ser feliz. Solo que aquí, en vez de reguetón y pop fresón, había puro rock en tu idioma y en el idioma del Tío Sam, con los coros de Guns N’ Roses y Limp Bizkit retumbando como mantra satánico para chavorrucos en potencia.
Pero como todo en esta pinche vida, el Bulldog se fue desgastando. La vieja guardia decía que su época dorada fue en Sullivan, otros juraban por su vida que en Mixcoac estaba mejor. La verdad es que todos tienen razón y todos están equivocados. Porque el Bulldog era de cada quien, como esa cruda moral que te perseguía el domingo.
YA NO EXISTE Y NUNCA VOLVERÁ
El 27 de enero de 2018 el Bulldog Café cerró sus puertas, sin despedidas épicas ni lineups legendarios. Solo otro sábado más con borrachos abrazados cantando “Creep” mientras se daban cuenta que sus sueños de rockstar habían muerto en la preparatoria. Fue un final silencioso para un lugar que nunca supo de silencios.
Hoy, en esta era de bares con cocteles artesanales de $400 y música de Spotify Premium, el Bulldog sería un mal chiste. Ningún TikToker con cropped hoodie y tenis Balenciaga entendería lo que era sentir cómo temblaban tus entrañas con el bajo de La Cuca mientras te ligabas a alguien con delineador corrido y camiseta de The Doors comprada en el Chopo.
NO, NO LO VIVIRÁS NI EN TUS SUEÑOS
Si nunca fuiste al Bull, mala suerte. Ya no hay forma de experimentarlo, ni en VR ni en tus sueños húmedos de chavorruco. Fue un lugar tan real que parece leyenda urbana, un delirio colectivo de rock, sudor y moraditos con vodka de dudosa procedencia. Hoy solo nos queda el recuerdo… y la cruda eterna.
Porque el Bulldog Café no era un antro. Era una época. Y las épocas, querido lector, no se reabren. Se lloran, se cantan y se escriben en artículos como este, para recordarte que tu juventud se fue junto con el último acorde de “Enter Sandman” a las 3 de la mañana, mientras te decías: “Esta es la última, mañana me levanto temprano”.
Spoiler: no te levantaste.