Esta es la historia, pongan atención, de cómo nuestra vida se desmadró…
Y una adicción al rock, la escena y hacerle al artista de la mamada se inició.

En algún tiempo de nuestras existencias, o al menos de los que ya somos unos dinosaurios, en una época más sencilla donde aún no estábamos infectados por ese virus de la imbecilidad humana que hoy día son las redes sociales. Una época donde los sueños se encontraban en lugares mucho más sencillos, como ese antiguo armatoste llamado la radio.

Esa cosa que sonaba música al azar, sin el control del usuario, y que nos escupía lo que posiblemente se podría poner de moda y sería lo que debíamos escuchar y compartir en nuestros walkmans y estéreos del auto.

Una tierra fértil para construir estrellas, como tu tía la güera que nada mal ver que ahora está recluida en Tulum, víctima del estrés postraumático de su pasado como DJ en el Imperial de la Ciudad de México, cuando aún sonaban sus mezclas de Nirvana con El Paso del Gigante en las madrugadas de lo que era la incipiente Ibero 90.9.

Una época de sueños que aún no se rompían y que nos permitía creer que las radio personalities tenían increíbles vidas, rodeadas de lujo, confort, supermodelos deslumbrantes y autos deportivos en mansiones escondidas en las profundidades de riberas mayas que nunca existieron.

Fue en ese entonces donde existió un fenómeno llamado música independiente, o más precisamente rock independiente latinoamericano. Muy importantemente de la única nación de la que podríamos hablar sintiendo un poco de vértigo y náusea, pero cariño y conmiseración: nuestro pequeño Mejiquito lindo y alternativo. Pero también de tierras más exóticas y menos fucked up por el imperialismo yanqui, como la bella Sudamérica.

Existía en esos ayeres una escena de bandas y se podría decir verdaderos pseudoartistas que nos emocionaban con sonidos que, en épocas pre globalización de contenidos, nos parecían novedosos y singulares.

Posiblemente eran copias de los sonidos de bandas de Los Ángeles y de posiblemente el Nueva York de finales del milenio, pero nosotros, como pequeños jovencitos metas impresionables, las devorábamos como si fuera el maná del cielo o carne de ángeles caídos.

Fue en esa época cuando al menos mi degeneración de millennials, abandonados por nuestros setenteros y yuppies padres, fuimos abandonados y lanzados a la vorágine de un mundo que exigía de nosotros ser gente de bien, escoger una carrera que salvara nuestras vidas económicas y que mostrara al mundo que nuestras madres no se equivocaron al habernos conservado y no fingir una caída por las escaleras.

En mi muy humilde caso, que es el que trato de relatar aquí (porque uno no puede sino hablar de su propia historia vista desde diferentes culos de botella de chupe barato, pregúntenle a Fellini que construyó una leyenda sobre esto), estaba encaminado a prologar la sucesión familiar de la vocación médica y salvar vidas o al menos cuerpos sabrosoides, pues pensaba que si la cirugía torácica no era lo mío, quizá sí la plástica, y vivir construyendo top models para videos de bandas de glam metal me parecía un esfuerzo loable.

Ese día pasaba normalmente cuando el rock atacóme de repente…

Andaba yo con mi batita blanca y desconocimiento de universo, acompañado de un par de amiguitos pseudo médicos, tratando de leer libros de anatomía que nunca fueron más interesantes que ver a un vagabundo respirar en coma etílico, cuando de la bocina de el estéreo de ese Stratus 2018 emergió el sonido fuera de serie y avivador que después conocería como ese rockcito alternativo, de la mano de una tercia de madrazos sonoros que sin saberlo cambiaría mi existencia en el lapso de lo que duraba un cigarrito (y no de weed, como me hubiera gustado después, porque no mames, la única manera de vivir de lleno el sueño del médico clase media estudiante de la Anáhuac entre pura reinita de nombre ibérico sin morir por crisis de ansiedades al no aprender nada, es mediante el uso recreativo de la sativa, pero eso estaba muy mal visto entre la asustadiza banda de niños y niñas bien de inicios del milenio en las clases de culo acomodado del entonces Distrito Federal).

Sonaba en aquella radio la fresca voz de una latino pochita (o al menos eso me pareció) en un spanglish fantástico con un ritmito happy punk que me parecía hipnótico, vomitándole al mundo una frase que nunca olvidaré:

Van Nuys is very nice but is not paradise…

Ahí fue donde vimos al diablo, el primero de muchos encuentros posteriores. Algunos mejores que otros, pero como ese nervioso y torpe debut en el asiento de atrás de un Jetta mal estacionado afuera del Bulldog Café en medio de un conciertito de Fobia. La primera vez no se olvida.

Por las banquetas de esa ciudad universitaria, o mejor decir residencial elitista y mamador resultado de la visión de la secta del padre Maciel, que es la Universitat Anáhuac, venía caminando la criatura más fuera de lugar que usted, señito lector, se pueda imaginar.

Long black boots, long black hair… Una visión endemoniada de un palidísimo clon de Kate Moss de pelo negro y ojos escondidos detrás de unos lentes de sol negros. Cargando una ridícula camarita Nikon analógica (de esas de rollo, para quien lea esto y en inicios de los 2miles ni siquiera fuera un óvulo o un esperma en proceso de utilización).

La criatura sexy satánica empuñó esa herramienta que hoy parece ridícula y comenzó a dispararla en mi dirección.

El cuadro de tres pendejos de bata blanca desparramados en un auto podría haberle parecido una foto, si no interesante, por lo menos cagada, pero dudo mucho que esa fuera la imagen que estaba tomando. A unos pasos de la ventanilla se inclinó y tomó una foto de cualquier cosa que jamás sabré qué fue, pero el sonido del obturador “click” y el reload del rollo son dos sonidos que me parecieron fantásticos y deliciosos.

Supongo que hay miles de formas poéticas, elegantes y bastante eficientes para describir la imagen de esa fotógrafa amateur inclinándose ligeramente para captar un ángulo específico, que gozaba de un estilo singular, pero en mi muy limitada habilidad literaria puedo decir que se veía “hiper-mamadora y cool”. Al terminar su par de disparos se acercó a la ventana del coche y deliró como si sostuviera su espada flamígera:

– Los Abandoned están poca madre, ¿no?
– No sé – respondí de reflejo.
– Tienen una rola de Selena, está muy chingona.

Y así como llegó, con la misma embestida bestial, fúrica e intempestiva con la que esa ballena blanca hundió nuestro barco, se fue dejando la mar en la más oscura y verdosa penumbra del silencio (toma eso, Herman Melville; toma eso, Moby).

Se alejó por el pasillo ajardinado que, al otro lado de ese campus, conducía a la facultad de Comunicación, Diseño y Arquitectura, territorios lejanos y desconocidos, fuera de nuestro territorio y zona de seguridad de la facultad de Medicina.

A partir de ese día, de mi mente no pudieron salir algunas ideas que se quedaron ahí como cúpula de la bomba atómica apenas en pie de lo que alguna vez existió.
¿Cómo podía alguien tan cool y mamadoramente fascinante existir?
¿Qué tipo de extrañas criaturas existen en esos territorios de las facultades de Comunicación y Diseño?
¿Qué diablos provoca esa música salida de yo no sé dónde que me causa esta obsesión y ganas de hacer cosas?
¿Cómo es que un grupito de chilenos inmigrantes en Los Ángeles pueden estar haciendo cosas chingonas tan lejos de sus hogares, comiendo de la fama y la escena?
¿Qué vergas estoy haciendo yo estudiando medicina cuando no me interesa en lo más mínimo?
¿Cómo demonios hay gente en México haciendo música…?