Si existe un santo grial para los amantes de las películas raras, bizarras y con más preguntas que respuestas, Motorama (1991) es ese filme. Estamos hablando de una road movie psicodélica que mezcla surrealismo, crítica social y niños manejando autos deportivos como si fuera la cosa más normal del mundo. Porque, claro, ¿qué puede ser más lógico que un niño de 10 años recorriendo América en busca de llenar un juego de tarjetas de una gasolinera? Bienvenidos al universo de Motorama, una película que, con el tiempo, ha ganado el estatus de culto por ser tan inexplicable como fascinante.
¿De qué trata Motorama?
La premisa es simple y ridícula: Gus, un niño de diez años con más actitud que el mismísimo James Dean, roba un Mustang rojo y comienza una travesía por una América que parece sacada de un sueño febril de David Lynch después de una sobredosis de cafeína. El objetivo de Gus es completar un juego de tarjetas coleccionables para ganar 500 millones de dólares, cortesía de la ficticia compañía de gasolineras Chimera Gas.
El mundo que atraviesa es un extraño híbrido entre los años 50 y una distopía postmoderna, poblado de personajes extravagantes interpretados por actores que probablemente también estaban confundidos sobre qué demonios hacían en esa película. Entre ellos están Drew Barrymore, Flea de los Red Hot Chili Peppers y Meat Loaf, porque, claro, ¿por qué no?

La estética: un sueño ácido en technicolor
Una de las razones por las que Motorama se ha convertido en una joya de culto es su estética. Cada fotograma parece sacado de un comercial de gasolineras de los años 60, pero pasado por un filtro distorsionado que lo vuelve incómodo. Hay algo inquietante en la mezcla de la inocencia de Gus con el mundo decadente que lo rodea. Es como si alguien hubiera fusionado Mad Max con un episodio de Pee-wee’s Playhouse, pero sin la menor intención de que tenga sentido.

Un comentario social extraño (¿o accidental?)
Aunque la película se presenta como una aventura absurda, hay quienes ven en Motorama una sátira de la obsesión americana con el sueño del éxito y el consumismo. Gus, el niño protagonista, se lanza a una búsqueda desesperada por algo que probablemente nunca conseguirá, todo en nombre de una promesa vacía hecha por una corporación gigante. Suena familiar, ¿no? Es como si The Truman Show se hubiera encontrado con El Gran Gatsby, pero con menos elegancia y más gasolina.

El final: ¿qué demonios acabamos de ver?
Ah, el final. No esperen respuestas claras. Motorama concluye de una manera que deja a los espectadores rascándose la cabeza y buscando teorías en foros oscuros de Internet. ¿Era todo un sueño? ¿Una alucinación? ¿Un comentario nihilista sobre la vida? La película no te lo dice, porque claro, arruinaría la diversión.

Motorama como película de culto
Lo que hace que Motorama sea tan especial no es que sea buena (porque, seamos honestos, no lo es). Es especial porque es completamente única. Su rareza, su falta de lógica y su estética kitsch la han convertido en un imán para los amantes de lo extraño. Si disfrutas de películas que desafían todas las convenciones y te dejan con más preguntas que respuestas, Motorama es un banquete.

¿Deberías verla?
Absolutamente sí, pero con advertencias. Esta no es una película para maratones casuales de Netflix con amigos. Es para noches extrañas, en las que te preguntas qué estás haciendo con tu vida y decides sumergirte en algo aún más extraño para sentirte un poco mejor.