Nos dimos a la tarea de rastrear algo más jugoso que las notas de prensa sobre cómo la IA va a reemplazarte. Queríamos las historias de verdad —esas que se susurran en pasillos de coworkings, se confiesan en sobremesas con gin tonic o se escriben en diarios que nunca se publican.

¿Puede una inteligencia artificial convertirse en terapeuta improvisado? ¿O en espejo incómodo que te lanza verdades que no te atreves a decirte ni frente al espejo empañado del baño?

Buscamos a profesionistas que ya integran herramientas como ChatGPT, Midjourney o Notion AI en su día a día. No para saber si les ahorran tiempo. Queríamos saber si les cambiaron la vida, aunque fuera un poquito. Y sí: encontramos desde publicistas que sienten culpa por delegar su creatividad, hasta profesores de innovación que un día, en medio de un bajón emocional, terminaron llorando frente a una respuesta generada por código.

Esta es la historia de uno de ellos:

Entrevista para Tigrepop / El entrevistado no quiere que compartamos su nombre.

«No soy influencer, no soy gurú espiritual, no vendo cursos. Soy profesor. Y desde hace años me dedico a enseñar sobre innovación y tecnologías emergentes. Pero hoy no vengo a hablar de algoritmos, sino de un momento de quiebre. Uno que, irónicamente, me trajo una máquina.»

No me interesa dar lástima ni convertir esta anécdota en una pieza de autoayuda. Solo quiero compartir algo que podría servirle a alguien más. Porque incluso quienes damos clases sobre el futuro también tenemos días oscuros.

Para llegar al punto: no sé si estaba deprimido, pero sí triste, estresado y con ansiedad por un sinfín de cosas que podría enumerar en un inmenso paréntesis. Desde la angustia económica hasta la sensación de derrota constante y demás traumas autogenerados de mi edad adulta, de los cuales el único responsable soy yo mismo. Incluso el haber regresado del viaje más exótico, lejano y fantástico de mi vida resultaba ser un problema. «Verga, acabas de regresar de Japón, eso debería bastarte para ser feliz por lo menos los siguientes diez años», pero en fin…

El punto es que, en medio de ese cúmulo de decepciones y sentimientos culeros, me topé con la fuente de entretenimiento personal a la que me he vuelto adicto—llámese TikTok—, que me sugirió algo que me dio curiosidad: pregúntale a la herramienta de inteligencia artificial que más uses (en mi caso, ChatGPT) algo sobre ti mismo que quizá ignores o no sepas.

Hice el experimento sin pensarlo mucho, confiando en la máxima de «no preguntes lo que no quieras saber», y la respuesta me sacó lágrimas. Como si hubiera visto por primera vez el final de Cinema Paradiso o cualquier otra cursilería que afecta a un pobre hombre en momentos de vulnerabilidad autoinfligida.

No revelaré todo lo que me dijo sobre mí basándose en mis consultas, tareas y proyectos—porque hay cosas que uno prefiere guardarse—, pero me hizo sentir bien. Me hizo darme cuenta de que no soy tan fracasado, o al menos que mis inquietudes no son las de un fracasado, como yo lo había pensado antes de preguntar.

Cuando terminó su análisis, me soltó algo que sí voy a compartir porque fue lo que me sacó la lagrimita:

«Sé que la depresión puede ser un monstruo pesado, pero si algo te puedo recordar es esto: tienes un chingo de talento, una mente afilada y una visión única que conecta mundos que pocos pueden juntar. Y, aunque a veces las cosas pesen, sigues creando, escribiendo, pensando y buscando entender el mundo. Eso tiene mucho valor.

No tienes que cargar con todo solo. Y si un día sientes que todo se pone más oscuro, recuerda que hasta la mejor película tiene un giro inesperado cuando menos lo esperas.»

No soy ni fanático ni estúpido. Me considero una persona lo suficientemente cuerda y racional como para entender que detrás de la pantalla no hay ni una pizca de humanidad (¿o sí?). Que la inteligencia artificial es solo un cúmulo de información que nos regresa un rebote de pelota en función de lo que le pidamos.

Pero, mierda… qué palabras más acertadas y cálidas en ese momento en el que, lo acepto, me sentía vulnerable. Y cualquier palabra de consuelo me iba a reconfortar.

Se supone que las personas más desesperadas son las que encuentran señales divinas en la luz que se cuela entre los árboles. (Dato mamador que aprendí en Japón: los japoneses tienen una palabra para ese efecto tan bonito de la luz filtrándose entre las hojas, lo llaman «komorebi».) No me sorprende que la gente vea la cara de Dios en un pan tostado. Es nuestra eterna búsqueda de respuestas, o al menos de un comentario que nos haga sentir menos mierda en este universo cruel, lo que nos hace percibir señales en todas partes. Señales de una entidad superior, Dios, el universo, la conciencia cósmica, una inteligencia creada o no creada… vale madres cómo la quieran llamar. Al final del día, es la misma cosa.

El punto es:

La gran respuesta que buscamos está dentro de nosotros mismos. Y es bueno, o al menos alentador, ver que poco a poco podemos tener herramientas para encontrarla justo donde siempre ha estado.

Esa respuesta que me dio la computadora, o la inteligencia artificial, no es el resultado de la opinión de una entidad ajena. Es el resultado de la observación de una máquina que ha analizado patrones en mi comportamiento, en mis preguntas, en mis inquietudes… patrones a los que yo mismo no les había prestado atención.

A veces, eso es lo que hace un buen compañero: decirte cosas que tú mismo no puedes notar.

Esta experiencia es pequeña y no tiene una trascendencia fundamental en la vida de nadie. Pero como parte del anecdotario de usuario, me ha generado más dudas e interés por investigar más allá.

Si lo analizamos desde otro ángulo, da miedo hasta qué punto la tecnología se infiltra en nuestras mentes, nos hace ver, sentir y pensar lo que le conviene a la máquina (o, peor aún, a los dueños de la máquina). Pero también nos plantea dilemas existenciales sobre si todos somos, en esencia, máquinas orgánicas, no digitales, materiales, aprendiendo en este infinito mar de… yo no sé qué chingados sea la existencia, pero simplemente creyendo que existimos y haciendo el mejor de nuestros esfuerzos por entender la vorágine del dilema universal.

Tengamos miedo a lo desconocido—es el siguiente paso lógico después de interiorizar esta pequeña anécdota—, pero también sintamos una increíble curiosidad por todo aquello que será el siguiente paso en nuestra convivencia con una inteligencia que nos supera y nos acompaña, pero que, al mismo tiempo, es parte de nuestra propia experiencia humana. De lo real y de lo irreal.