Conocí a Silvia García Galán en uno de los ambientes más agresivos, hostiles y “mal viajados” que me ha tocado sobrevivir: las oficinas de TV Azteca, allá por los dorados albores del 2012 (año en que los mayas nos habían prometido que todo habría acabado, pero henos aquí). Era una época en la que la televisión mexicana ya cojeaba y comenzaba a sentir la mordida mortal de algo que todos en la industria fingían ignorar: el internet y la abrumadora superioridad de las redes sociales.
Mientras YouTube, Facebook, Instagram y hasta los blogs empezaban a robarle las audiencias a la tele, en TV Azteca seguían convencidos de que bastaba con gritar “¡vende, vende, VENDE!” hasta reventar las cornetas. La estrategia era tan absurda como tercermundista: producir con tres pesos, vender en tres millones y burlarse del espectador que aún se tragaba sus telenovelas con más relleno que talento. Todo mientras hacían que Vanessa Claudio bailara con vestidos súper cortitos la canción “A Caballito de Palo” en segmentos de 40 segundos que se vendían a precio de anuncio en el Super Bowl.

¿El plan de batalla? Enviar a vendedoras modelo, de las que las televisoras siempre han usado como carne de cañón para cerrar tratos en juntas con olor a whisky barato y machismo corporativo. Pero el juego empezaba a cambiar: los anunciantes ya no eran señores calenturientos dispuestos a firmar cualquier pauta a cambio de una sonrisa bonita. Cada vez más, los encargados de marketing eran tipos fríos, analíticos y escépticos, que entendían que meter dinero en la tele era como aventarlo a un pozo sin fondo, cuando internet les ofrecía ROI y métricas reales.
Y ahí es donde aparece Silvia. A ella le tocó la ingrata tarea de convertir a un grupo de vendedores al borde del colapso nervioso en una horda de Lobos de Wall Street versión Mexican Curious. Silvia diseñaba e impartía talleres y entrenamientos de ventas, capacitaciones de “motivación extrema” y manuales de “cómo vender lo invendible”. Era la que les decía: “Sí, la televisión se está muriendo, pero tú vas a convencerlos de que sigue viva y que es una maldita fiesta que no van a querer perderse”.
Lo curioso es que Silvia era buena, muy buena. Su capacidad para empoderar a vendedores resignados era admirable. Tenía un speech afilado y una inteligencia que no veías todos los días en un ecosistema donde lo común era improvisar y luego culpar al becario. Pero, como en las buenas películas, Silvia tenía un giro de trama escondido.
Años después —muchos, en realidad— del colapso de esa ballena moribunda que era la televisión abierta, cosa tan asquerosa que ni los buitres se quisieron comer, me entero de que Silvia, esa mujer que enseñaba a vender humo cuando la TV ya era ceniza, decidió abandonar la jungla corporativa para dedicarse a lo que de verdad le llenaba el alma: pintar. Así, sin más. Cerró el maletín, dejó los PowerPoints motivacionales y agarró los pinceles.

Y no es que fuera un pasatiempo hippie de fin de semana. No. Silvia siempre había tenido una vena artística escondida, un interés profundo por las vanguardias, por la combinación de colores, por la expresión plástica. Solo que, como madre soltera y profesional de alto rendimiento, simplemente no podía permitirse ese lujo en sus años de “guerra”.
Hoy Silvia vive una especie de retiro dorado, lejos de las gráficas de ventas y las juntas eternas. Sus cuadros ya se exponen en varios espacios culturales y su historia grita fuerte una lección que nos vendría bien recordar: cuando por fin dejas de correr detrás del dinero y conectas con lo que de verdad te prende, aparece la magia.

Alan Watts ya lo decía: “¿Qué harías si el dinero no importara?”. Silvia eligió pintar.
Pero, ¿y si siempre hubiera elegido pintar? ¿Qué Silvia habríamos conocido si, en lugar de crear vendedores de humo, hubiera creado arte desde el inicio?
No lo sabemos. Pero lo que sí sabemos es que, en un mundo que solo nos habla de facturar y ganar, hay quienes al final se escapan para buscar lo que de verdad importa.
Hoy la pintura de Silvia es cada vez mejor y más interesante, tanto en fondo como en forma, abarcando las temáticas más diversas, pero siempre en escenarios que parecen nacidos de la visión de una persona plena y feliz. Tremendamente alejados del cliché del artista atormentado o del alma reprimida que ha visto el vacío existencial a los ojos y ha regresado para contarlo. Esto es la felicidad. Esto es la paz mental.
Se puede ser feliz simplemente pintando algo que te haga feliz.
Es una idea interesante.
Y sé que si le preguntas a Silvia… sabría cómo enseñarte a venderla.
CONOZCA MÁS DE SU TRABAJO EN:
https://www.instagram.com/silvia.art33/?hl=es
