Muchos crecimos bajo el glorioso techo de la permanencia voluntaria. Esa iglesia laica donde se rendía culto a Depredador, Bloodsport, Aliens, Contacto Sangriento y, por supuesto, Freddy Krueger. Cuando terminaban, cambiabas al Canal 9 y encontrabas joyitas de cine de ficheras, Los Mecánicos Ardientes, o películas de Valentín Trujillo gritando con pistola en mano: “¡Aquí se hace justicia, cabrones!”
Y si tus papás tenían cable, caías en el hoyo negro de Golden Choice, donde descubriste más sobre la anatomía humana que en todas tus clases de biología.
Todo eso era educación cinematográfica de la calle. Cine sin pretensiones, directo, emocional, violento, y a veces mal hecho… pero honesto. Puro cine con ganas de hacerte sentir, no de ganarse una mención honorífica en el festival de cine esloveno de cine contemplativo.
Querías ser ninja, no filósofo: el cinéfilo mexicano y su falsa evolución mamadora
Uno de los recuerdos más vívidos que tengo de mi abuelo es cuando me preguntó qué quería ser de grande. Tendría yo unos cinco años y le contesté con toda la seguridad del mundo: “¡Quiero ser ninja!” Todo porque ese fin de semana me aventé, con mi papá y sin interrupciones, toda la saga de Ninja Americano. Un ciclo de violencia, lealtad, katanas y justicia sin burocracia. Así, en VHS. Nunca he escuchado a nadie decir que de niño soñaba con ser un personaje de Solaris o El Espejo. ¿A quién le emociona ser un tipo deprimido que camina por pasillos infinitos mientras reflexiona sobre la muerte? No mames. Creces queriendo ser ninja, no monje estético del cine soviético.
¿Cuándo dejamos de adorar las balaceras por las caminatas existenciales en blanco y negro?
Conan el Bárbaro, Comando, Kickboxer… esas eran nuestras películas fundacionales. Historias simples: un héroe, un problema, muchos madrazos. El cine de acción y ciencia ficción no necesitaba explicar el sentido de la vida; lo resolvía a puñetazos. Y eso nos encantaba.
Pero en algún momento, entre la prepa y la universidad, nos volvimos mamadores.
Descubrimos a Tarkovsky, a Bergman, a Dreyer. Y no me malinterpreten, los respeto. Pero ¿en qué momento nos convencimos de que eso era “el cine de verdad”? ¿Por qué ahora hay que sentir culpa si te sigue gustando ver a Jean-Claude Van Damme peleando en cámara lenta con un mullet impecable?
El adolescente que quiere impresionar y acaba hablando como sinopsis de Criterion
Hay una edad —entre los 19 y los 27 años, según estudios que no existen— en la que crees que ver cine de autor te hace mejor persona. Empiezas a usar palabras como “subtexto”, “estructura narrativa no lineal” y “construcción simbólica del yo”. Dejas de ver películas que disfrutas para ver películas que te hacen parecer interesante en Tinder.
Y entonces llega el sábado por la noche. Estás con tus amigos, viendo una peli de Lynch donde un tipo llora frente a una cortina roja durante 12 minutos. Nadie dice nada. Todos pretenden entenderla. Están atrapados. Parecen zombies. Pero ponles Depredador… y ¡pum! Se transforma la sala. Vuelven a gritar “¡A huevo!”, se emocionan con cada bala, se carcajean con cada frase ruda. Vuelven a vivir.
La verdad es que todos llevamos adentro al morrito que se quería vestir como ninja y patear traseros al ritmo de sintetizador ochentero. Y no hay nada de malo en eso.
Ese cine que nos formó (aunque hoy lo niegues)
El cine de acción y ciencia ficción no es inferior. Solo ha sido subestimado por generaciones de wannabe intelectuales que olvidaron que el cine no nació para ser tesis, sino para emocionar.
Las películas que veíamos en la infancia no eran solo entretenimiento: eran manuales de ética, justicia, venganza y músculos marcados. Nos formaron. Nos hicieron amar el cine. Y negarlo es como negar que alguna vez te emocionaste viendo a Rocky entrenar con gallinas o a Van Damme hacer split en una cocina. Tú sabes que sí pasó.
Déjate de mamadas y vuelve al origen
La metamorfosis del cinéfilo no es un proceso de abandono, sino de reconciliación. Sí, ahora puedes disfrutar a Béla Tarr y a Apichatpong Weerasethakul. Felicidades. Pero eso no significa que tengas que dejar de amar lo que te voló la cabeza cuando eras niño.
El cine de acción, de ficheras, de ciencia ficción chafa, de luchadores contra momias, de ninjas que hablaban español neutro: todo eso es nuestro. Es cultura. Es identidad. Es puro Tigrepop espiritual.
Y la próxima vez que alguien te diga que el verdadero cine es solo el que se proyecta en festivales, lánzale una estrella ninja imaginaria y contéstale con el alma del Canal 5 a todo volumen: “¡Hoy mueres, cabrón!”